3° 1° Y 3° 2.
Prof.: Chentola, Paula. Contacto: locusamoenus19@gmail.com / 1124647979.
"Te digo más", de Roberto Fontanarrosa.
1) Explicar la postura del narrador respecto al colonialismo (Capitalismo, adoctrinamiento). Transcribir ejemplos del cuento.
2) Contar con palabras propias el argumento de la historia.
3) La postura del escritor respecto a las "malas palabras"es la siguiente: "yo creo que las malas palabras sirven para expresarse (...) brindan matices (...) Hay palabras de las que consideramos "malas palabras" que son irreemplazables, por sonoridad, por fuerza" .
a) Mirar la película "Un golpe con estilo" y decir cuál es el recurso de humor que predomina.
En caso de que no se pueda acceder a la película, buscar algún chiste o historieta en los que se pueda apreciar un recurso.
TE DIGO MÁS de Roberto
Fontanarrosa
¿Te
conté la del Gordo Luis cuando hizo de Papá Noel? Es mundial la del Gordo Luis
cuando hizo de Papá Noel. Casi se convierte en otra víctima del imperialismo
salvaje, el pobre Gordo. Del colonialismo, por decirlo de otra manera. Porque,
decime vos, ¿qué tiene que ver con
nosotros y con nuestras costumbres el Papá Noel? ¿Quién le dio chapa al Papá
Noel? Un tipo vestido como para ir a la nieve, abrigado como para ir a la
Antártida, en un trineo tirado por renos. ¡Renos, mi querido! ¿Cuándo viste un reno? ¿Alguna vez te fuiste a Buenos
Aires en auto y viste al costado del camino un reno morfando pasto debajo de un
árbol? Ni siquiera en el sur, donde hace frío y a veces nieva encontrás un reno,
ni queriendo. Siempre repetimos lo mismo,
eso ya está dado así y está impuesto. Tampoco pretendo que para Navidad
aparezca un tío o abuelo disfrazado de Patoruzú a repartir los regalos porque
quedaría ridículo (…).
Pero
el pobre Gordo casi la palma con esa historia... ¿No te conté la del Gordo
Luis? Porque se la cuento a todos. Fue hace como quince años. El Gordo estaba
en la lona total. Pero en la lona lona, no tenía un mango partido por la mitad.
Lo habían despedido de la proveeduría donde laburaba y lo ponías cabeza abajo y
no le caía una moneda. Para colmo, se venían las fiestas y algo había que
comprar para poner arriba de la mesa el 24 a la noche. El Gordo tiene dos pibes
que eran muy chiquitos en ese entonces y
a esa edad no les vas a andar explicando el fato del Fondo Monetario
Internacional, la tecnología que reemplaza a los trabajadores y todas esas
cosas.
La
cuestión es que empezó a buscar laburo, alguna changa, cualquier cosa, trabajar
de lo que fuera. Primero empezó por su barrio, con los amigos y conocidos, ahí
por Mendoza al fondo. Ya después entró a andar por cualquier lado para
conseguir algo. Y resulta que en el barrio Echesortu, una vieja que tenía una
casa bastante grande de electrodomésticos le ofrece disfrazarse de Papá Noel y
repartir caramelos a los chicos en la puerta para promocionar el negocio. Lo de
siempre. Le tiraba unos mangos, por supuesto, que al Gordo le venían bastante
bien. Y ahí fue el Luis, che.
Ahora,
imaginate la escena, porque estamos hablando de Rosario, Capital de los
Cereales, ubicada a orillas del anchuroso Río Paraná. El Gordo Luis, tenés que
pensar en un tipo arriba de los cien kilos, fácil fácil debe andar por los 120
porque es alto, grandote, Luis. Y te digo que resultaba perfecto para papá Noel
porque el Luis es más bueno que Lassie, nunca lo he visto enojado al Gordo, es
un pan de Dios. Pero tenés que tener en cuenta una cosa, ineludible. Rosario...
pleno pleno verano... mediodía, un sol de la madre que lo reparió, algo así
como 38 grados a la sombra, y ese gordo metido adentro de un traje de Papá Noel
con una tela tipo felpa así de gruesa, así de gruesa, no te miento: gorro,
barba de algodón, bigotes, botas y guantes. ¡Guantes! Porque la vieja era una
vieja conservadora, que quería que el Gordo se pareciera exactamente a Papá
Noel y que se vistiera todo como correspondía, el pobre Gordo.
Pero
vuelvo al tema. Doce del mediodía, pleno diciembre, un sol que rajaba la
tierra, un calor infernal, los pajaritos que se caían muertos al piso por la
canícula, se venían en baranda y se desnucaban contra la vereda... Y el Gordo
ahí, che, con el traje de lana gruesa, barba y bigote, sacudiendo una campana
de papel maché o algo así y dándoles caramelos a los chicos que se juntaban
para verlo. A los quince minutos, a los quince minutos, te juro, el traje del
Gordo ya no era colorado... era violeta, violeta era por la transpiración a
chorros que largaba el Gordo.
Me
contaba después –porque todo esto me lo contó él mismo- que sentía las botas
llenas de agua, como si las hubiera metido en un balde de agua caliente, le
chapoteaban. Todo alrededor, no te miento, todo alrededor, en el piso, en un
diámetro de ocho metros más o menos en torno al Gordo, parecía que habían
baldeado. Toda la vereda mojada, de lo que chivaba el Gordo, se le saltaban los
goterones de la cabeza, parecía las Aguas Danzantes el Gordo, imaginate.
Te
digo que ya era un espectáculo grotesco, lamentable, pero Luis le seguía
metiendo voluntad, le ponía ganas, caminaba de un lado al otro, se reía,
llamaba a los chicos, hablaba en voz alta, hasta creo que disfrutaba, incluso,
de ser un centro de atención para la zona. En eso, una vecina, una vieja de
esas que nunca faltan, que están al divino cohete como bocina de avión, que
vivía a unas dos puertas del negocio de electrodomésticos, sale a la puerta y
lo ve al Gordo. O escuchó el griterío y salió a ver qué pasaba. Lo ve al Gordo
y se apiada de él... ¿Viste? Esas viejas comedidas, bienintencionadas, chuecas,
que caminan medio encorvadas, que les cuesta moverse pero que rompen las
pelotas permanentemente, un cuete la vieja.
Se
manda para adentro de nuevo la vieja, flaquita, ¿viste? Bajita, canosa con un
rodete y aparece al rato con una jarra así de grande, pero así de grande, con
un líquido amarillento que parecía limonada, lleno de hielo. Transpiraba de
fría la jarra. Y se la ofrece al Gordo.
El
Gordo medio le dice que no, que no se hubiera molestado, que no puede
desatender su trabajo, pero, en definitiva, la acepta, lógicamente. Además, los
del negocio de electrodomésticos no le habían alcanzado ni un vaso de agua al
Gordo. ¡Al pobre Luis que se estaba deshidratando como un chancho y que le
picaba todo y que andaba como mono con tricota el desgraciado, no le habían
dado ni agua! Lo que pasaba también es que a esa hora había quedado un solo
encargado en el negocio. La vieja que contrató a Luis no había venido. El dueño
del boliche, esposo de la vieja que contrató a Luis, tenía como cinco negocios
por otras partes de la ciudad y andaba de recorrida; y el otro empleado que
laburaba ahí se había quedado en el fondo del local, rascándose debajo del
único ventilador de techo que tenían esos miserables.
La
cuestión es que la vecina saca un banquito chiquito a la calle, lo deja al lado
de la puerta de su casa, medio sobre el umbral para que no le diera el sol
directo, le dice a Luis “Aquí se lo dejo”, y ahí se lo deja. Cuando el Gordo
pudo zafar un poco del piberío, te imaginás que con ese calor llegó un momento
en que había mucha menos gente en la calle, se prendió a la limonada y se bajó
media jarra de un saque. Pero resulta que no era limonada. Era vino blanco. La
vieja le había zampado en la jarra un par de botellas de vino blanco, le había
metido hielo a rolete y se lo había dejado ahí, con la mejor de las
intenciones.
El
Gordo, con la desesperación, con el calor que tenía en el cuerpo, recién se dio
cuenta cuando ya se había mandado más de catorce litros sin respirar, de un
saque. Y, aparte, seamos sinceros,
cuando ya se dio cuenta, no pudo parar. Te estoy hablando de un muchacho
de 120 kilos después de estar moviéndose casi tres horas a pleno sol con 4000
grados de temperatura. No pudo parar. Se mandó todo el vino blanco de una,
fondo blanco. Bueno... te imaginarás... te imaginarás la borrachera que se
levantó ese muchacho. Una curda inmediata y espantosa, demencial, una curda
como para trescientas personas Casi no había desayunado, estaba sin almorzar,
no había morfado ni tan siquiera un pancho con una coca y se manda casi dos
litros de vino blanco bien helado.
Para
colmo el Gordo no era un tipo que tomara mucho alcohol, al menos que yo
recuerde. Un poco de vino, con la cena, nada más. Alguna copita de sidra. O, a
veces, en los bailes, alguno de esos tragos maricones con el gin-tonic, pero
con mucha más agua tónica que otra cosa. No te digo que empezó a cantar
taradeces, ni a caminar torcido, ni a vomitar contra las paredes ni nada de
eso. Pero entró a regalar todo lo que tenía a su alcance, se le dio por la
beneficencia, le dio un ataque de comunismo acelerado. Primero terminó en cinco
minutos con la existencia de caramelos y chocolatines que tenía para toda la
tarde... ¡Y después empezó a regalar los electrodomésticos! Empezó regalándole
una tostadora eléctrica a uno. Después regaló un ventilador a la madre de otro
de los pibes, siguió con multiprocesadoras, veladores, hornos a microondas...
Llamaba a la gente a los gritos, entraba al negocio y les daba algo, repartía,
entregaba todo.
Y
el empleado que se rascaba adentro del negocio ni se dio cuenta, debía estar en
el fondo, en una oficinita que estaba detrás, arreglando papeles, o apoliyando
una siesta mientras esperaba que se hiciera la hora en que el patrón llegaba. Lo
cierto es que, te imaginás, a los quince minutos, en la puerta del negocio
había un mundo de gente, que venía de todas partes alertada por los otros que
ya habían ligado algo de arribeño, por la mamúa del Gordo.
La
gente pensaba que era una promoción del negocio o, en todo caso, se hacía la
turra, cazaba los artefactos, se los llevaba y a otra cosa mariposa, si te he
visto no me acuerdo, andá a cantarle a Gardel. Tremendo lío frente a la puerta
del negocio, una multitud amontonada allí, ya no sólo chicos, te cuento.
Chicos, grandes, medianos, jovatos, familias enteras tratando de aprovechar la
generosidad de Luis. En eso aparece el dueño del boliche, un pelado con cara de
amargo que llegó en su auto, un coche nuevo. Y cuando el tipo se dio cuenta de
lo que estaba pasando se puso loco. Entró a gritar, a arrebatarle las cosas a
la gente, a recuperar licuadoras, televisores, radios, que la gente se llevaba.
A los gritos ese hombre, desesperado, tironeando con los beneficiarios.
Ante
el despelote se despertó el empleado de adentro y salió a ayudarlo al pelado.
Había tironeos, forcejeos, agarrones, hasta voló algún puñete. Y en eso llegó la
cana, un patrullero que andaba de ronda. En el despelote, cuando medio se
enteró de cómo había venido la mano por lo que contaban los que se piraban con
las licuadoras y todo eso, que gritaba que Papá Noel se las regalaba, el pelado
les indicó a los policías que lo metieran en cana al Gordo, responsable de todo
ese quilombo. Y bien dice el Martín Fierro, que no hay nada como el peligro
para refrescar a un mamado. Ahí el Gordo se despejó, se dio cuenta, volvió a la
realidad, se esclareció el Gordo.
Pero
te conté que es un tipo manso, un tipo tranquilo, no se iba a poner a
resistirse o a echarle la culpa a nadie. Supo que tenía la culpa y, entonces,
todavía medio tambaleante, bajó la sabiola, se fue para adentro del negocio
para cambiarse la ropa en el baño y meterse, derecho viejo, solito, sin que
nadie le dijera nada, adentro del patrullero.
Afuera
seguía el despiole entre el pelado, su empleado, la gente y los canas que ahora
también se habían unido a la tarea de recuperar todo lo que había regalado el Gordo.
El Gordo fue el baño, se mojó la cara, cosa que terminó de despejarlo, se sacó
esas pilchas de Papá Noel, se puso la ropa que había llevado él en un bolsito y
salió de nuevo para la calle.
Cuando
salía para la calle –el negocio es bastante largo- lo ve venir al dueño con uno
de los canas, desencajado el pelado, a las puteadas, buscándolo. Claro, lo ve
al Gordo sin el traje colorado, de camisita celeste y pantalones vaqueros, un
bolso en la mano, pelo negro achatado por el agua de la canilla, y no lo reconoce.
No lo reconoce porque tampoco era él quien lo había contratado sino su esposa.
“¿Adónde está? ¿Adónde está?”, me contaba el Gordo que preguntaba el pelado. Y
el Gordo pensó que se refería al traje de Papá Noel que él se había sacado.
Yo
no sé si el Gordo lo entendió así, seguía en curda o se hizo bien el gil, la
cosa es que señaló hacia el baño y el pelado y el policía se mandaron para
allí. Cuando el Gordo salió a la calle todavía había un amontonamiento de gente y el otro empleado
discutía con medio mundo reclamando facturas o recibos de compra. Nadie lo
reconoció entonces al Gordo, sin el disfraz. Incluso, de última, el otro
policía del patrullero, que se había quedado afuera, lo encara al Gordo cuando
el Gordo ya se piraba y el Gordo piensa “¡-Sonamos!”.
Y
el cana le pregunta: “¿Ese bolso es suyo?”. El Gordo me contó que él le iba a
decir la verdad, que sí, que era suyo. Pero tuvo miedo de que el cana le hiciera más preguntas o que se lo hiciera
abrir y le dijo: “-No, lo vengo a devolver”. Y se lo entregó, un bolso barato
que después de todo a él no le servía.
Casi
termina preso el Gordo, mirá vos. Zafó porque la vieja que lo contrató tampoco
sabía ni cómo se llamaba, ni adónde vivía . Y yo le dije al
Gordo, después, en el club. “El año que viene ofrecete para algún pesebre
viviente, Gordo.” “De lo único que puedo hacer yo en un pesebre viviente es de
vaca, Zurdo –me decía el Gordo-… de vaca”.
Pero
por lo menos es un animal conocido, ¿no es cierto? Un bicho familiar al
paisaje, el rumiante emblemático de la pampa, base de la riqueza de nuestro
país. Algo nuestro... ¡Qué me vienen con que a los chicos les gusta Papá Noel,
el trineo y los alces esos!
¡Pobre Gordo! Estuvo a punto de
convertirse en una nueva víctima del capitalismo salvaje.
FIN