UNA MESA DE TRES PATAS – R.
FONTANARROSA
La mamá de Nico fue a la casa de los Galotto dos meses
después de que muriera don Ítalo. Su visita no fue estrictamente una sorpresa
para Urbana, la viuda, porque ya doña Emma (la mamá de Nico) había estado en el
velorio. Aunque también era cierto que todo el barrio había estado en aquella
ocasión. Pero, de cualquier forma, era notorio que a Urbana no le caía para
nada bien doña Emma y aceptó su presencia en el velorio por una mínima
condescendencia cristiana, lo doloroso del momento y una elemental cuota de
educación ("Esa tipa", solía decir Urbana refiriéndose a Emma). De todos
modos, una cosa era que una vecina no querida acudiese a un velorio exitoso
—como había sido el de don Ítalo— y otra que, pasados ya dos meses, y sin
justificativo visible, tocara el timbre de la familia Galotto pidiendo hablar
con Urbana. El rencor que Urbana sentía por doña Emma no era, precisamente,
rencor. Era un cierto rechazo, prevención y tal vez temor por todo el clima
poco claro que rodeaba a "esa tipa". Se decía en el barrio que doña
Emma era bruja. O bien que, en sus ratos libres, hacía brujerías. Leía la borra
del café, interpretaba el agua, podía leer las manos, tiraba el tarot. Pero
fundamentalmente era espiritista. Le habían contado a Urbana que Emma profesaba
el culto de la mesa de tres patas, que concitaba a los espíritus o que junto
con otros profesantes ("ignorantes" denostaba Urbana), practicaba ese
extraño juego de la copa, en el que una copa observa un comportamiento errático
sobre la mesa señalando personas, respondiendo preguntas, deteniéndose ante
presuntos enfermos. Por supuesto, el aspecto exterior de doña Emma cuando
andaba por la calle, por ejemplo, era común y corriente. Un ama de casa como
las otras. Tal vez un poco más desarrapada que las demás, algo menos cuidadosa
con el cabello o no tan meticulosa con los detalles. Al velorio, por ejemplo,
había concurrido con un batón algo raído, tipo salida de baño, como si la
noticia de la muerte de Ítalo (sorpresiva, por cierto) no le hubiese dado
tiempo para acicalarse correctamente. Y cuando fue a lo de los Galotto, dos
meses después de lo de ítalo, lucía más o menos igual. Improvisada, digamos.
Siempre aseada, decorosa. Pero con chinelas de pompón, abrigadas, para el
invierno, dando la impresión de que había salido algo apurada de su casa, tal
vez por un trámite que requería cierta urgencia. —Sí. Está —solo atinó a decir
Liliana (la hija de Urbana), tras abrir la puerta, toparse con la presencia de
la supuesta bruja y escuchar que ésta, preguntaba por su madre. Después, volvió
a cerrar la puerta de calle, desandó el pasillo largo y le avisó a Urbana que
doña Emma estaba preguntando por ella. Urbana que cosía detuvo en el aire una
puntada, dejó sobre la mesa el costurero, se puso de pie arreglándose un poco
el cabello y, con rostro severo, se fue hacia la puerta sin articular palabra.
—¿La hiciste entrar? —preguntó a Liliana, en tono confidencial, antes de dejar
la habitación. —¡No! —deslindó responsabilidades su hija, entre alarmada y
divertida. Urbana fue hasta la puerta, la abrió nuevamente y se asomó un poco,
dando a entender a su visitante (cruzada de brazos para ceñir aun más el
saquito verde de lana a esa hora fresca del atardecer, preanuncio de una noche
fría) que no iba a perder demasiado tiempo en atenderla. —¿Sí? —fue la módica
recepción de Urbana. —Buenas noches, señora —sonó, cordial, doña Emma—.
Quisiera hablar un par de palabritas con usted. —Dígame. Urbana no había
abierto ni un centímetro más la puerta de calle. Seguía asomando solo la cabeza
como un títere grande. Doña Emma vaciló, tal vez esperando que la hiciera
pasar. Se originó un momento de cierta tirantez, donde era obvio que ambas
mujeres habían iniciado una suerte de pulseada de voluntades en torno al
definitorio acto de entrar o hablar en la calle. —Es con respecto a su marido,
don Ítalo —aportó, por fin, doña Emma, como si la frase fuese una llave
maestra. —Mi marido murió. Murió hace dos meses —cortó Urbana. —Ya sé, ya sé.
Por supuesto que lo sé... —¿Entonces? —Es otra cosa. —Vea, señora —Urbana tomó
aire, como alentando un tono de mayor severidad—. Entonces, si lo sabe, no hay
mucho que hablar. No quiero entrar en ningún tipo de 44 comentarios con
respecto a mi marido, que ya ha muerto y que Dios lo tenga en su santa gloria.
—No es eso. Ocurre que... —Yo conozco muy bien las cosas que suelen tejerse
después de que muere alguien. Y las cosas que suelen comentarse en el barrio a
espaldas de los fallecidos. Recuerdo perfectamente lo que ocurrió después de la
muerte del señor Acosta —el de la ferretería— que al día siguiente de su muerte
empezaron a correrse bolazos y estupideces de que tenía otra mujer y que andaba
con cuanta chirusa se le cruzaba por el camino. ¡Al día siguiente de haberse
muerto! O cuando murió Bevacqua —el de la casa de electricidad— que se empezó a
decir que le debía plata a Dios y María Santísima... Doña Emma la miraba,
meneando levemente la cabeza, paciente, si se quiere. —Por eso —continuó
Urbana, lanzada—. Como sé muy bien que Ítalo nunca tuvo una relación muy
cercana que digamos con usted ni con nadie de su familia, es que no puedo
imaginarme cómo algo que usted venga a contarme pueda serme útil, cierto o
interesante... Emma seguía negando con la cabeza. Esperando con abnegación que
Urbana terminara. —No es nada de eso —dijo luego, cuando se cercioró que Urbana
le daba cierto espacio para contestarle. —¿Qué es, entonces? —Hace una hora, en
una mesa de espiritismo donde estábamos invocando a Ceferino Namuncurá, se hizo
presente la voz de su señor marido don Ítalo, y me pidió expresamente que
viniera a decirle algo. Sentada en uno de los sillones del living (los rojos,
de felpilla) Urbana sostenía con una mano la taza de té que le había traído
Liliana, mientras con la otra mano se oprimía levemente el pecho. No había
recuperado aún el ritmo normal de su respiración. Liliana le había traído otro
té de boldo a doña Emma (sentada enfrente de Urbana) y ahora se ubicaba en el
sillón restante. —Reconocí enseguida la voz de su marido, señora —decía doña
Emma—. No solo porque la había escuchado mil veces en el almacén de don Julio,
discutiendo de fútbol con él, sino porque la voz, apenas comenzó a oírse sobre
nuestra mesa, se presentó, muy educadamente, y nos dijo "Soy Ítalo
Galotto, el vecino de la calle Pasco, el papá de Liliana". Usted decía muy
bien: es cierto, yo no tuve trato directo con su señor esposo. Pero lo escuché
muchas veces en el almacén y no tengo dudas de que la voz era la de él. —¿Qué
más le dijo? —tomó intervención Liliana, al observar el estado de conmoción de
su madre. —Nos dijo que necesitaba comunicarse de inmediato con alguna de
ustedes. Que yo disculpara la molestia. Que sabía que mi casa estaba bastante
distante de la suya, pero que le era sumamente imperioso, recuerdo que dijo así
y lo recalcó, imperioso, hablar con mi señora, dijo, o con mi hija Liliana. —¿Y
usted qué le dijo? —Que me iba a contactar con ustedes a la brevedad, que haría
lo imposible por ubicarlas. Entonces, él me dijo que muy bien, que se quedaba
esperando. —¿Cómo que se quedaba esperando? —Claro. Él pensó que en ese mismo
momento, yo iba a abandonar la mesa e iba a salir corriendo para acá, a
buscarlas a ustedes. Y que las iba a llevar para allá, para que hablaran con
él. —Ajá. —Pero, le explico, señora. Yo no dudaba de la importancia o de la
urgencia que podía tener su señor esposo en ese momento, como para interferir o
bien mezclarse en una mesa de espiritismo que no lo había convocado... —¿No es
común que eso ocurra? —preguntó Liliana. —Para nada, señorita, para nada —Emma
frunció la cara, casi con condescendencia—. Comprenda usted que se trata de un
contacto a una dimensión altamente emocional, con toda la energía puesta
estrictamente en dirección a una persona desaparecida, ente o espíritu
divagante. Es muy improbable ese tipo de interferencia. —Es que nosotras no
sabemos nada del tema — se mantuvo moderadamente agria, Urbana—. No es algo que
para nada de nada nos haya interesado jamás. —¿Entonces? —optó por suavizar,
Liliana. —Entonces yo le expliqué al señor Ítalo, con mi mejor buena voluntad y
mi mejor 45 disposición para el caso, que yo no estaba sola, que estaba en compañía
de un grupo de personas, que estaban aquejadas por un problema muy delicado y
que estas personas habían pagado para contactarse con el espíritu de Ceferino
Namuncurá a través mío y que yo no podía abandonarlas en ese momento. —Ítalo,
por supuesto —dijo Urbana— no lo ha hecho con intención de incomodar. Él
tampoco sabía. Él tampoco era adicto a este tipo de supercherías... —Mamá...
—se sonrió ácidamente Liliana—. Acordate que papá, a veces.... —Le garanto,
señora —terció Emma— que contactarse con Ceferino Namuncurá no es para nada
fácil. Usted debería conocerlo. De arranque es una persona que tiene la
tradicional hosquedad del indígena. Cuando habla, si es que habla.... —¿Qué le
contestó entonces usted a mi marido? —...porque a veces, simplemente golpea en
la mesa, señora. Una le reclama a Ceferino que, a modo de aceptación del
contacto, golpee tres veces, y él le comienza con esos golpes propios de la
percusión mapuche. Tum, tumtum, tum, tumtum, tum.... —Doña Emma, doña Emma...
¿Qué le dijo a mi padre? —Que yo iba a hacer lo imposible para contactarlas a
ustedes. Que él tuviera paciencia y confianza. Pero que me disculpara, que no
podía hacerlo en ese momento. Que yo, de mil amores, venía y les decía. Y que
él volviera a contactarse conmigo el jueves próximo.. —¿Mañana? —¿El jueves?
¡Mañana! —Mañana, efectivamente. Que yo le organizaba una mesa para eso de las
nueve de la noche con ustedes. Y él me aseguró que iba a estar allí, sin falta.
Que no tenía otra cosa que hacer. Pero me insistió y me insistió y me insistió
para que yo no me fuera a olvidar. Que era algo urgente. Urbana y Liliana se
miraron. —Vamos a ir, por supuesto —susurró Liliana. Urbana había reclinado su
cabeza y se oprimía la frente, ahora, con su mano derecha. Hubo unos segundos
de silencio. —Yo les diría que no vayan solas — recomendó, al fin, Emma. —¿Por
qué? —levantó la cabeza, Urbana. Doña Emma volvió a fruncir la cara, apretando
los labios e inflando los cachetes. Sacudió la cabeza. —Es un poco... Para el
que no está acostumbrado, es un poco... —¿Impresiona? —dijo Liliana.
—Impresiona —aprobó Emma—. Es un poco impresionante. Dése cuenta. Está usted,
de pronto, hablando con alguien a quien ya considera definitivamente muerto.
Con una persona a quien ha visto enterrar usted hace no más de dos meses. Yo
les diría.... Urbana miró a Liliana. —¿A quién te parece? Liliana se encogió de
hombros. —Tío Lucio—arriesgó. —Si es un hombre, mejor —aceptó Emma —Si es un
hombre, mejor. —Bueno. Hombre... —Urbana enarcó las cejas, dubitativa. —Usted,
Liliana —Emma habló como una maestra puntillosa—. Dele la mano al señor. Y
usted, Urbana, déme la mano a mí. Liliana y Urbana obedecieron. Liliana
experimentó una extraña sensación revulsiva cuando unió sus manos, primero con
tío Lucio y luego con Emma. Advirtió que hacía mucho que nadie la tomaba de la
mano. Así quedaron los cuatro, en torno a la mesa de tres patas, unidos por las
manos. Se hizo un silencio prolongado bajo la tenue luz del comedor, solo
alterado por el respirar pesado de Emma, quien, con los ojos cerrados, parecía
haber empezado a concentrarse. Lejano, tras la puerta cerrada que daba a los
dormitorios, llegaba el parloteo de un televisor encendido. Tampoco Urbana se
hallaba muy sobrecogida por el momento. En verdad, el entorno no ayudaba
demasiado. Un sencillo y habitual living comedor, con su trinchante, su
bargueño y su pequeña araña de caireles, encendida —eso sí— en solo dos de sus
cuatro lamparitas. Incluso desde el vestíbulo —al llegar— luego de subir la
escalera (que torcía su rumbo en un descanso) habían entrevisto en la
habitación de Nicolás, una computadora doméstica. Apagada, es cierto, pero que
daba a la casa un carácter más cercano a la tecnología de punta que a la
parapsicología. Liliana percibió, en su mano derecha, un par de leves apretones
de parte de doña 46 Emma y comprobó, en su mano izquierda, que la palma de la
mano de tío Lucio comenzaba a transpirar pese al frío. La mesa, asimismo,
aquella mesa de las transferencias espirituales, no difería en nada de una mesa
común. Y hasta Emma, cuando los hizo entrar a la habitación le quitó de encima
una suerte de mantel de paño verde pesado, parecido al de las mesas de billar,
tras apartar un centro de mesa ampuloso, de dudoso baño de plata, repleto de
frutas de plástico. De repente doña Emma alzó la cabeza, abrió los ojos y clavó
la vista en Urbana que también la miró, algo confusa, o alarmada, sin saber si
le estaba reclamando que hablara o, simplemente, le estaba anunciando algo.
Cuando Urbana iba a preguntarle sobre qué debía hacer, se escuchó la voz de
Ítalo. —Urbana —dijo, y todos, menos Emma, pegaron un respingo. Era, sin duda,
la voz de Ítalo. Y llegaba desde lo alto, apenas un poco más apagada, pero
clara, nítida. Se hizo, esta vez sí, un silencio profundo y atemorizado, en
donde se escuchó filtrándose por detrás de la puerta que daba a los dormitorios
con más nitidez, la saltarina musiquita de los dibujos animados. —Urbana
—repitió la voz, ahora casi interrogante, como si, ante el silencio, Ítalo
dudara de que su viuda estuviese realmente allí. —Ítalo —articuló Urbana,
procurando dar a los demás una sensación de firmeza. —Urbana —repitió Ítalo—
¿Qué pasó? —¿Cómo "qué pasó"? —Sí ¿Qué pasó? ¿Qué pasó? —Qué pasó...
¿Con qué? —Conmigo, Urbana. Qué pasó conmigo. Conmigo qué pasó. —Bueno... Te...
¿Por qué me...? —Yo estaba bien, Urbana. Yo estaba de lo más bien. Andaba
fenómeno, yo. ¿O no es así? —Ah sí... Claro, sí, por supuesto, estabas bien...
—Entonces... ¿qué pasó? Habíamos ido a lo del doctor Palazzi hacía muy poco. ¿O
no habíamos ido a lo del doctor Palazzi? —Sí, habíamos ido. —Y yo estaba diez
puntos, vos estabas presente. Me encontró mejor que nunca, me dijo que nunca me
había encontrado así. La voz de Ítalo sonaba airada, como la de un hombre
defraudado, estafado, quizás. —Es verdad, me lo dijo a mí también —admitió
Urbana. —¿Y entonces? ¿Y entonces? —ahora Ítalo ya sonaba casi agresivo, como
exigiéndole a su viuda una explicación convincente. —No... no sé. Te juro que a
nosotros también nos cayó como un balde de agua fría. Fue una sorpresa...
terrible... —¡Y a mí? —ahora Ítalo, su voz, ya gritaba—. Resulta que yo me voy
a dormir lo más tranquilamente y, cuando me despierto, me encuentro con esto.
Así nomás, sin una explicación, sin un motivo... —Es verdad. Yo... —Sin
siquiera saber por qué carajo se produjo. ¡Me fui a dormir lo más tranquilo, lo
más pancho me fui! ¡Si hasta el Bisineral me había suprimido el doctor después
de que me revisó, hasta el Bisineral me había cortado porque me dijo que andaba
de lo más bien con el colesterol! —El médico dijo que fue un infarto masivo —se
defendió Urbana, soltando, pese a la mirada severa de Emma, su mano derecha de
la mano de Lucio y poniéndosela sobre el pecho, en gesto de franqueza. —Que a
veces eso es... —¡Qué infarto masivo ni infarto masivo! ¡Los médicos dicen
cualquier cosa cuando no saben qué corno decir! —Bueno —se encogió de hombros,
Urbana—. Ellos son los que saben. Así dijo él.... —¡Y lo que más bronca me da
es que los imbéciles se lo creen, se creen cualquier cosa que digan los médicos!
—Papá —terció Liliana—. Ni digás imbéciles, ni digás que... Te imaginás que...
—¿Quién está ahí? —cortó Ítalo. —Liliana, tu hija —dijo Liliana. 47 —No sé para
qué viniste, Liliana. Yo pedí hablar con tu madre. —Bueno, pero vine...
—Dijiste con las dos —puntualizó Urbana. —Te imaginás que, si el médico...
—retomó Liliana. —¿Quién quedó con la abuela? —preguntó, la voz. —Quedó sola
—Urbana pareció perder la paciencia—. No le va a pasar nada por media hora.
—¡Claro! ¡Así es muy fácil! Salen todas y la dejan a la pobre vieja sola.
—Papá, papá... Te imaginás que si el médico dijo que era un infarto masivo es
porque.... —¡Me había ido a revisar dos días antes! ¡Dos días antes me había
ido a hacer ver! ¡Con tu madre habíamos ido! —Eso no quiere decir nada, Ítalo
—meneó la cabeza, Urbana—. No tiene nada que ver. Acordate de Octavio. Estaba
bien y... —Fumaba como un caballo, Octavio. —Pero estaba bien y un ... —Me voy
a dormir una noche lo más campante y... —la voz de Ítalo pareció quebrarse—.
Porque si uno sabe que está mal, uno ya se va preparando, anímicamente,
emocionalmente... —De acuerdo, Ítalo. Pero... —empezó Urbana. —Acá lo que pasa
es que hay otra cosa. Esta última frase de Ítalo, cargada de intencionalidad,
congeló el diálogo. Urbana fue la primera en reaccionar. —¿Qué cosa, Ítalo? ¿A
qué te referís? —Yo estaba bien y a mí me dieron algo. —¿Cómo "algo"?
¿Quién te dio algo? —Algo, me dieron algo ¿Quién me dio de comer esa noche?
—¡Yo! Yo te di de comer —saltó Liliana. —Liliana te dio de comer. —Y... te la
hago corta —anunció Ítalo—. Ahí había algo raro. Yo le sentí un gusto extraño a
esa comida. A la sopa, especialmente. —¿Cómo? —se ofuscó Liliana. —Pero...
pero... —Urbana abría desmesuradamente los ojos— ¿Qué querés sugerir? —Vos no
podés decir una cosa así, Ítalo —por primera vez dejó oír su voz Lucio. —¿Quién
habló? ¿Quién más está ahí? —Yo, Ítalo. Tu hermano. Vos no podés... —Vos no te
metás. Yo con vos no estoy hablando ¡Yo digo que esa sopa que me dieron la
noche esa tenía algo raro, yo le sentí un gusto extraño! ¡Lo digo y lo
reafirmo! Liliana soltó las manos de su madre y su tío, se puso los diez dedos
sobre el pecho y se irguió en la silla. —¡Vos insinúas, papá, que yo....?
—¡Vos, o tu madre, le pusieron algo a la sopa, ese gusto no era el natural!
—Usted no puede decir algo así, señor Galotto — intercedió, cauta pero
aplomada, doña Emma. —Usted no se meta. Yo con usted no estoy hablando. —Ítalo,
Ítalo... —llamó, componedor, Lucio—. Tal vez vos ya te sentías mal, como cuando
uno tiene fiebre, que a todo le encuentra mal gusto... —Le recuerdo que está
usted en mi casa —puntualizó, áspera, doña Emma. Ítalo ignoró el comentario y
arremetió contra su hermano. —Te dije que con vos no estaba hablando. No sé
para qué te dijeron que vinieras. Vos vení a hablarme cuando tengas que pedirme
dinero, como lo has hecho toda tu vida. —Mirá, Ítalo —lo de Urbana fue
drástico—. Haceme el señalado favor de aclararnos bien las cosas. Vos estás
diciendo cosas muy graves. —¡Ustedes me pusieron insecticida en la sopa, Urbana!
—articuló prolijamente, como para evitar malentendidos, Ítalo—. Insecticida o
cualquier otra porquería, algún veneno para ratas. Eso me pusieron en la sopa
aquella noche. Me mataron, Urbana. Vos y tu hija me mataron. Se solidificó un
silencio tenso. Urbana volvió a tomar la mano de su hija, y ésta la mano 48 de
Lucio, pero esta vez parecía obedecer a un reclamo solidario, más que a un
requisito de comunicación. —Y... —Lucio, incluso postergado, buscó las palabras
para seguir.— ¿Por qué habrían de hacerlo, Ítalo? ¿Por qué? Aun suponiendo,
suponiendo que hubiesen querido eliminarte. ¿Para qué podrían querer haberlo
hecho? —La herencia, querido —contestó Ítalo tras una pausa, y el
"querido" sonó sarcástico—. Mi pensión. —¿Tu pensión? —lo de Urbana
fue casi una risotada nerviosa. —Mi pensión, el auto, la casa. —¡Tu pensión son
trescientos pesos miserables, Ítalo! —ululó Urbana—. ¡Mirá la fortuna que nos
dejaste! ¡Trescientos pesos miserables! —Y no podés, papá —Liliana lucía más
calmada— hablar seriamente del auto. Un Renault Gordini del tiempo de ñaupa
que... —¡Esa casa cuesta una fortuna! —la voz no se arredró. —¡Si se cae a
pedazos, Lucio! —¡Y está el terrenito que tenemos en La Florida, también! ¿O no
cuentan ese terreno? —Está en una villa, Ítalo —desestimó Lucio. —¡Toda una
vida manteniéndote, Urbana... —pareció lloriquear la voz—, para tenerte como
una reina y dejarles un buen pasar cuando yo me fuera... y no pudieron esperar
un par de años más hasta que... —¿Como una reina? ¿Pero cómo podes decir eso? —¡Rompiéndome
el culo para que te dieras todos los gustos! —¡Pero cómo podes ser tan hijo de
puta, "como una reina"! —¡Y el terrenito, y el terrenito! —gritó
Liliana, roja de ira—. ¡Bien que yo te di la mitad de mi sueldo como tres años
seguidos para que pagaras las cuotas porque vos nos decías que las cosas
andaban mal en el negocio! —¿Las cuotas...? ¡Pero callate, porquería, que nunca
te pudiste enganchar ni un macho como la gente para casarte y no representar
una carga más para la casa, pelotuda! —¡Y que quién sabe qué habrás hecho vos
con esa plata... —tomó la posta, Urbana, ante el acceso de llanto de su
hija—... porque los recibos bien que nunca los vimos! ¡Bien que nunca los vimos
los recibos! —Y... ¿cuándo me prestaste plata vos, Ítalo, cuando me la prestaste?
—se anotó Lucio. —¿Querés que te diga? ¿Querés que te diga? Cuando me
apareciste por la oficina llorando, llorando te apareciste, porque le habías
hecho un hijo a aquella polaca y necesitabas la plata para hacerle un aborto.
Mirá si me acuerdo cuándo me la pediste. —¡Te pedí que me la devolvieras, hijo
de mil putas! —estalló Lucio—. ¡Te pedí que me devolvieras de la otra vuelta
que me la habías pedido con el cuento de que ibas a alquilar un depósito para
la mercadería! —¡Que ni sé cómo hiciste para embarazar a esa mina porque de vos
siempre se dijo que eras medio puto! —¡Alquilar un depósito! Qué mierda ibas a
alquilar vos si siempre fuiste un fracasado. —¡Por algo no te casaste nunca!
—¡Porque vos siempre me corriste los novios! — barbotó, entre sollozos,
Liliana, como si el ataque de Ítalo fuese para ella y no para su tío—. ¡Y
preferí quedarme en casa a cuidar a mamá, al ver la vida de mierda que vos le
diste! —¡Me mataron, me asesinaron, me envenenaron como a un perro! —¡Lo
hubiéramos tenido que hacer! —rugió Urbana —. ¡Lo hubiéramos tenido que hacer y
ahora me doy cuenta de que fui una imbécil de no hacerlo y esperar que a que te
murieras solo! —¡Siempre supe que eras una hija de puta y andabas detrás de mi
fortuna! —¡Una mierda fuiste! ¡Una reverenda mierda! —¡Y no me extrañaría que
el otro marica de mi hermano también haya estado metido en el asunto, para no
tener que pagarme las deudas! —¡Anda a la concha de tu madre, Ítalo, ojalá te
pudras ahí adonde estás! —gritó Lucio, inopinadamente duro. —¡Y vos, y vos...!
—amenazó la voz, cortándose de un tajo, de repente. El silencio que ganó la
habitación pareció ser más profundo que nunca. —¿Qué pasó? —preguntó Urbana a
doña Emma, en un hilo de voz. Emma agitó su 49 cabeza. —No sé. No sé. Se cortó.
Se retiró el contacto. Lucio se pasaba un pañuelo por la calva. Tenía los
cachetes rojos y parecía un tanto avergonzado. Liliana había apoyado la frente
sobre el puño derecho y trataba de recomponer su ritmo respiratorio. —¿Quiere
que intentemos de nuevo? —preguntó doña Emma, sin entusiasmo. —No, deje. Deje.
Vamos, Liliana —se puso de pie Urbana. Antes de salir de la habitación, giró
hacia Emma—. ¿Cuánto le debo? —Son... No tomé los minutos... —calculó Emma.
Luego, negó rápidamente con la cabeza—. No. Deje. No es nada. Ya bastantes
gastos habrá tenido usted con todo esto —no especificó, con precisión, a qué se
refería cuando decía "esto"—. Lo tomo como una emergencia. Urbana le
puso una mano en el antebrazo. —Se lo agradezco... —frunció el entrecejo y
parecía presa de una gran aflicción—. Parece mentira las cosas que una tiene
que aguantar... —Se sentirá más aliviada, ahora —calculó cómplice doña Emma—.
Vivirá más tranquila. —Ni se imagina —casi sonrió Urbana—. Ni se imagina. —¿Qué
hago? —preguntó Emma, casi ya de última, cuando sus tres visitantes se
encaminaban hacia la escalera—. Digo, si se contacta de nuevo... —Que no
estamos— negó ostensiblemente con el dedo Liliana. —Dígale que salimos —sumó
Urbana—. Mejor, que nos mudamos. —Que nos fuimos del barrio —concluyó Liliana.
Y bajaron todos por la escalera.
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