¡Buenas! Espero que todos se encuentren bien. Les dejo una nueva actividad, seguimos trabajando género fantástico y en esta oportunidad leeremos "Axolotl", de Julio Cortázar.
DEFINICIÓN DE GÉNERO FANTÁSTICO DE TZVETAN TODOROV
El cuento fantástico es un relato relativamente breve de carácter ficcional que admite en la realidad de su texto la posible existencia de elementos (seres, cosas, lugares o hechos) sobrenaturales dentro de un mundo que, aunque sea literario, es posible. El choque entre los elementos naturales y los hechos prodigiosos impresiona al lector, quien vacila entre una explicación lógica y una explicación mágica para lo que se cuenta.
1) Explicar con palabras propias la definición de cuento fantástico de Todorov.
2) Resolver según la lectura del cuento de Cortázar:
a) El narrador permite trasladarse desde sí mismo hasta el axolotl y viceversa. ¿Qué órgano sensorial se tiende como puente entre ambas realidades? Transcribir frases relacionadas con este órgano a lo largo del cuento.
b) Hay un momento en el texto en el que se muestra claramente cómo se traban las dos realidades diferentes del narrador y del axolotl. Ubicarlo y transcribirlo. ¿Hay testigos en el acuario de ese paso?
c) El tema del doble aparece en este cuento. Pareciera que el protagonista no se acepta como una unidad sino que de alguna manera, siente que simultáneamente podría estar proyectado en otro ser. Hacia el final del cuento ¿Podría hablarse de la existencia de un triple?
d) Alguna vez, ¿Sentiste la necesidad de vivir otra realidad? ¿Por qué?
e) Si tuvueras que elegir un animal para reencarnar ¿Cuál serías? ¿Por qué?
f) Imaginá que es un día de sol, vas por la cuadra de tú casa, y de pronto te das cuenta de que alguien muy parecido a vos va caminando a tú lado. Tiene la misma ropa, idénticas zapatillas, igual peinado. Te metés en tú casa, tomás algo y te animás a echar una mirada: el compañero ha desaparecido. Creés haberte liberado de él pero esa noche, justo esa noche...
-Continuar con el cuento.
Axólotl Julio Cortázar
Hubo un tiempo en que yo pensaba mucho en los axólotl. Iba a verlos al acuario del Jardin des Plantes y me quedaba horas mirándolos, observando su inmovilidad, sus oscuros movimientos. Ahora soy un axólotl. El azar me llevó hacia ellos una mañana de primavera en que París abrió su cola de pavorreal después de la lenta invernada. Bajé por el bulevar de Port-Royal, tomé St. Marcel y L´Hospital, vi los verdes entre tanto gris y me acordé de los leones. Era amigo de los leones y las panteras, pero nunca había entrado en el húmedo y oscuro edificio de los acuarios. Dejé mi bicicleta contra las rejas y me fui a ver los tulipanes. Los leones estaban feos y tristes y mi pantera dormía. Opté por los acuarios, soslayé peces vulgares hasta dar inesperadamente con los axólotl. Me quedé una hora mirándolos y salí, incapaz de otra cosa. En la biblioteca Sainte-Geneviève consulté un diccionario y supe que los axólotl son formas larvales, provistas de branquias, de una especie de batracios del género amblistoma. Que eran mexicanos lo sabía ya por ellos mismos, por sus pequeños rostros rosados aztecas y el cartel en lo alto del acuario. Leí que se han encontrado ejemplares en África capaces de vivir en tierra durante los períodos de sequía, y que continúan su vida en el agua al llegar la estación de lluvias. Encontré su nombre español, ajolote, la mención de que son comestibles y que su aceite se usaba (se diría que no se usa más) como el de hígado de bacalao. No quise consultar obras especializadas, pero volví al día siguiente al Jardin des Plantes. Empecé a ir a todas las mañanas, a veces de mañana y de tarde. El guardián de los acuarios sonreía perplejo al recibir el billete. Me apoyaba en la barra de hierro que bordea los acuarios y me ponía a mirarlos. No hay nada de extraño en esto, porque desde el primer momento comprendí que estábamos vinculados, que algo infinitamente perdido y distante seguía sin embargo uniéndonos. Me había bastado detenerme aquella mañana ante el cristal donde unas burbujas corrían en el agua. Los axólotl se amontonaban en el mezquino y angosto (sólo yo puedo saber cuán angosto y mezquino) piso 2 de piedra y musgo del acuario. Había nueve ejemplares, y la mayoría apoyaba la cabeza sobre el cristal, mirando con sus ojos de oro a los que se acercaban. Turbado, casi avergonzado, sentí como una impudicia asomarme a esas figuras silenciosas e inmóviles aglomeradas en el fondo del acuario. Aislé mentalmente una, situada a la derecha y algo separada de las otras, para estudiarla mejor. Vi un cuerpecito rosado y como translúcido (pensé en las estatuillas chinas de cristal lechoso), semejante a un pequeño lagarto de quince centímetros, terminado en una cola de pez de una delicadeza extraordinaria, la parte más sensible de nuestro cuerpo. Por el lomo le corría una aleta transparente que se fusionaba con la cola, pero lo que más me obsesionó fueron las patas, de una finura sutilísima, acabadas en menudos dedos, en uñas minuciosamente humanas. Y entonces descubrí sus ojos, su cara. Un rostro inexpresivo, sin otro rasgo que los ojos, dos orificios como cabezas de alfiler, enteramente de un oro transparente, carentes de toda vida pero mirando, dejándose penetrar por mi mirada que parecía pasar a través del punto áureo y perderse en un diáfano misterio interior. Un delgadísimo halo negro rodeaba el ojo y lo inscribía en la carne rosa, en la piedra rosa de la cabeza vagamente triangular pero con lados curvos e irregulares, que le daban una total semejanza con una estatuilla corroída por el tiempo. La boca estaba disimulada por el plano triangular de la cara, sólo de perfil se adivinaba su tamaño considerable; de frente una fina hendidura rasgaba apenas la piedra sin vida. A ambos lados de la cabeza, donde hubieran debido estar las orejas, le crecían tres ramitas rojas como de coral, una excrecencia vegetal, las branquias, supongo. Y era lo único vivo en él, cada diez o quince segundos las ramitas se enderezaban rígidamente y volvían a bajarse. A veces una pata se movía apenas, yo veía los diminutos dedos posándose con suavidad en el musgo. Es que no nos gusta movernos mucho, y el acuario es tan mezquino; apenas avanzamos un poco nos damos con la cola o la cabeza de otro de nosotros; surgen dificultades, peleas, fatiga. El tiempo se siente menos si nos estamos quietos. Fue su quietud lo que me hizo inclinarme fascinado la primera vez que vi a los axólotl. Oscuramente me pareció comprender su voluntad secreta, abolir el espacio y el tiempo con una inmovilidad indiferente. Después supe mejor, la contracción de las branquias, el tanteo de las finas patas en las piedras, la repentina natación (algunos de ellos nadan con la simple ondulación del cuerpo) me probó que eran capaces de evadirse de ese sopor mineral en que pasaban horas enteras. Sus ojos, sobre todo, me obsesionaban. Al lado de ellos, en los restantes acuarios, diversos peces me mostraban la 3 simple estupidez de sus hermosos ojos semejantes a los nuestros. Los ojos de los axólotl me decían de la presencia de una vida diferente, de otra manera de mirar. Pegando mi cara al vidrio (a veces el guardián tosía, inquieto) buscaba ver mejor los diminutos puntos áureos, esa entrada al mundo infinitamente lento y remoto de las criaturas rosadas. Era inútil golpear con el dedo en el cristal, delante de sus caras; jamás se advertía la menor reacción. Los ojos de oro seguían ardiendo con su dulce, terrible luz; seguían mirándome, desde una profundidad insondable que me daba vértigo. Y sin embargo estaban cerca. Lo supe antes de esto, antes de ser un axólotl. Lo supe el día en que me acerqué a ellos por primera vez. Los rasgos antropomórficos de un mono revelan, al revés de lo que cree la mayoría, la distancia que va de ellos a nosotros. La absoluta falta de semejanza de los axólotl con el ser humano me probó que mi reconocimiento era válido, que no me apoyaba en analogías fáciles. Sólo las manecitas... Pero una lagartija tiene manos así, y en nada se nos parece. Yo creo que era la cabeza de los axólotl, esa forma triangular rosada con los ojillos de oro. Eso miraba y sabía. Eso reclamaba. No eran animales. Parecía fácil, casi obvio, caer en la mitología. Empecé viendo en los axólotl una metamorfosis que no conseguía anular una misteriosa humanidad. Los imaginé conscientemente, esclavos de su cuerpo, infinitamente condenados a un silencio abisal, a una reflexión desesperada. Su mirada ciega, el diminuto disco de oro inexpresivo y sin embargo terriblemente lúcido, me penetraba como un mensaje: "Sálvanos, sálvanos." Me sorprendía musitando palabras de consuelo, transmitiendo pueriles esperanzas. Ellos seguían mirándome, inmóviles; de pronto las ramillas rosadas de las branquias se enderezaban. En ese instante yo sentía como un dolor sordo; tal vez me veían, captaban mi esfuerzo por penetrar en lo impenetrable de sus vidas. No eran seres humanos, pero en ningún animal había encontrado una relación tan profunda conmigo. Los axólotl eran como testigos de algo, y a veces como horribles jueces. Me sentía innoble frente a ellos; había una pureza tan espantosa en esos ojos transparentes. Eran larvas, pero larva quiere decir también máscara y también fantasmas. Detrás de esas caras aztecas, inexpresivas y sin embargo de una crueldad implacable ¿qué imagen esperaba su hora? Les temía. Creo que de no haber sentido la proximidad de otros visitantes y del guardián, no me hubiese atrevido a quedarme solo con ellos. "Usted se los come con los ojos". me decía riendo el guardián., que debía 4 suponerme un poco desequilibrado. No se daba cuenta de lo que eran ellos los que me devoraban lentamente por los ojos, en un canibalismo de oro. Lejos del acuario no hacía más que pensar en ellos, era como si me influyeran a distancia. Llegué a ir todos los días, y de noche los imaginaba inmóviles en la oscuridad, adelantando lentamente una mano que de pronto encontraba la de otro. Acaso sus ojos veían en plena noche, y el día continuaba para ellos indefinidamente. Los ojos de un axólotl no tienen párpados. Ahora sé que no hubo nada de extraño, que eso tenía que ocurrir. Cada mañana, al inclinarme sobre el acuario, el reconocimiento era mayor. Sufrían, cada fibra de mi cuerpo alcanzaba ese sufrimiento amordazado, esa tortura rígida en el fondo del agua. Espiaban algo, un remoto señorío aniquilado, un tiempo de libertad en que el mundo había sido de los axólotl. No era posible que una expresión tan terrible, que alcanzaba a vencer la inexpresividad forzada de sus rostros de piedra, no portara un mensaje de dolor, la prueba de que esa condena eterna, de ese infierno líquido que padecían. Inútilmente quería probarme que mi propia sensibilidad proyectaba en los axólotl una conciencia inexistente. Ellos y yo sabíamos. Por eso no hubo nada de extraño en lo que ocurrió. Mi cara estaba pegada al vidrio del acuario, mis ojos trataban una vez más de penetrar el misterio de esos ojos de oro sin iris y sin pupila. Veía de muy cerca la cara de un axólotl inmóvil junto al vidrio. Sin transición, sin sorpresa, vi mi cara contra el vidrio, la vi fuera del acuario, la vi del otro lado del vidrio. Entonces mi cara se apartó y yo comprendí. Sólo una cosa era extraña; seguir pensando como antes, saber. Darme cuenta de eso fue en el primer momento como el horror del enterrado vivo que despierta a su destino. Afuera, mi cara volvía a acercarse al vidrio, veía mi boca de labios apretados por el esfuerzo de comprender a los axólotl. Yo era un axólotl y sabía ahora instantáneamente que ninguna comprensión era posible. Él estaba fuera del acuario, su pensamiento era un pensamiento fuera del acuario. Conociéndolo, siendo él mismo, yo era un axólotl y estaba en mi mundo. El horror venía - lo supe en ese momento - de creerme prisionero en un cuerpo de axólotl, transmigrado a él con mi pensamiento de hombre, enterrado vivo en un axólotl, condenado a moverme lúcidamente entre criaturas insensibles. Pero aquello cesó cuando una para vino a rozarme la cara, cuando moviéndome apenas a un lado vi a un axólotl junto a mí que me miraba, y supe que también él sabía, sin comunicación posible pero tan claramente. O yo estaba también en él, o todos nosotros pensábamos como un hombre, incapaces de expresión, limitados al resplandor dorado de nuestros ojos que miraban la cara del hombre pegada al acuario. 5 Él volvió muchas veces, pero viene menos ahora. Pasa semanas sin asomarse. Ayer lo vi, me miró largo rato y se fue bruscamente. Me pareció que no se interesaba tanto por nosotros, que obedecía a una costumbre. Como lo único que hago es pensar, pude pensar mucho en él. Se me ocurre que al principio continuamos comunicados, que él se sentía más que nunca unido al misterio que lo obsesionaba. Pero los puentes están cortados entre él y yo, porque lo que era su obsesión es ahora un axólotl, ajeno a su vida de hombre. Creo que al principio yo era capaz de volver en cierto modo a él - ah, sólo en cierto modo - y mantener alerta su deseo de conocernos mejor. Ahora soy definitivamente un axólotl, y si pienso como un hombre es sólo porque todo axólotl piensa como un hombre dentro de su imagen de piedra rosa. Me parece que de todo esto alcancé a comunicarle algo en los primeros días, cuando yo era todavía él. Y en esta soledad final, a la que él ya no vuelve, me consuela pensar que acaso va a escribir sobre nosotros, creyendo imaginar un cuento va a escribir todo esto sobre los axólotl.
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